Siempre que leemos la muy conocida parábola del hijo prodigo o, la del Padre misericordioso como prefieren llamarle algunos, enfocamos la mayor parte de nuestra atención en el hijo menor; el que se fue de casa y despilfarro sus bienes y luego regresa arrepentido, pero podemos decir tantas cosas del hijo mayor; el que se quedo en la casa, el hijo fiel y leal al padre.
El hijo mayor representa, en primer lugar, al pueblo judío, a los elegidos, al pueblo de la promesa que a pesar de mantenerse fieles a la alianza distan mucho de una verdadera y filial relación con el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Por eso, en más de una oportunidad Jesús denuncia a los fariseos y letrados por una falsa y vacía vivencia de la religiosidad, basada más en el cumplimiento de leyes y preceptos que en el cuidado de la justicia y de la misericordia, por ejemplo. Es este el cuadro que Jesús quiere plasmar en el hijo mayor de la parábola, que a pesar de vivir en la casa de su padre, sirviéndole y compartiendo sus bienes dista en mucho de una autentica e intima relación filial. Es por eso que mientras en la casa celebran el haber recuperado al hijo perdido, el hijo mayor; lejos de casa se pierde la celebración de la llegada, no solo de su hermano; sino de la entrada triunfal de la misericordia que llega con la instauración del Reino de Jesucristo.
Nos cuenta el evangelista que al oír la música y el baile, pregunta a uno de los criados que pasa. El criado se ve en la necesidad de explicar al hijo de su amo lo que ocurre en su propia casa. Es que, a pesar de vivir en la casa de su padre no se entera de los motivos de la celebración: ha llegado se hermano y con él, el desbordamiento de la misericordia de su padre. Como no pudo haber sospechado que la fiesta en la casa era por el regreso de su hermano, el mayor anhelo de su padre. Este hijo estaba tan cerca de su padre pero tan lejos de los anhelos de su corazón. Me atrevo a decir que no se trata de un hijo perdido, son dos los hijos que el padre recupera. El hijo que se fue de la casa, y el hijo que aun estando con su padre estaba lejos del corazón de quien le daba todo para vivir y ser feliz. Fíjense que en la historia contada por Jesús, el padre ruega a su hijo mayor que entre a la casa y celebre con él, el regreso de su hijo. La casa del padre, no es más que el corazón misericordioso de Dios en el que cabemos todos los que, como dice el salmista, vuelvan a él con un corazón contrito y humillado.
Todo lo tuyo es mío, responde el padre misericordioso al hijo que le reclama por su supuesta injusticia. Y es que a pesar de toparse a diario con las riquezas de su padre, este hijo aun no había disfrutado de las maravillas que en su propia casa esperaban por él. Quizá nosotros seamos ese hijo mayor. Cuando nos habituamos a la celebración de la misa y perdemos la relación intima con Dios, nuestro padre. Cuando decimos creer en Dios pero omitimos la necesidad de profundizar en la novedad de la relación con él. Cuando de discípulos pasamos a meros espectadores y funcionarios de Dios, nos convertimos en ese hijo mayor, que permitió que la rutina, la costumbre y la frialdad secaran su relación de amor con su padre. El hijo menor decidió volver, al hijo mayor en cambio; su padre le rogo que entrara. A los dos los recibió con el mismo amor: los dos necesitaban volver. En la relación con Dios nuestro padre, ¿cuál de los dos hijos eres tú?
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