Un cuento sobre la generosidad
Motivado por la segunda lectura que se proclamará
en la liturgia de la palabra en el marco de la celebración eucarística del próximo domingo; tomada
de la segunda carta de San Pablo a los Corintios (8, 7. 9. 13-15, donde se nos invita a dar con
generosidad; dejando a un lado egoísmos e intereses particulares, quiero
compartir con ustedes una historia que seguro será de gran ayuda a la hora de
revisar la medida de nuestra generosidad cristiana:
“Érase una vez un rey que vivía bien su fe cristiana
y que no tenía hijos. Por ello, envió a sus heraldos a colocar un anuncio en
todos los pueblos diciendo que cualquier joven que reuniera los requisitos para
aspirar a ser el sucesor al trono, debería entrevistarse con el Rey. Pero debía
cumplir dos requisitos: Amar a Dios y al prójimo. En una aldea lejana, un joven
huérfano leyó el anuncio real. Su abuelo, que lo conocía bien, no dudó en
animarlo a presentarse, pues sabía que cumplía los requisitos, su amado nieto
amaba a Dios y a todos en la aldea. Pero era tan pobre que no contaba ni con
vestimentas dignas, ni con el dinero para las provisiones de tan largo viaje.
Su abuelo lo animó a trabajar y el joven así lo
hizo. Ahorró al máximo sus gastos y cuando tuvo una cantidad suficiente, vendió
todas sus escasas pertenencias, compró ropas finas, algunas joyas y emprendió
el viaje. Al final del viaje, casi sin dinero, se le acercó un pobre mendigo,
temblando por el frío, vestido de harapos, imploraba: “Estoy hambriento y tengo
frío, por favor ayúdeme...” El joven, conmovido, de inmediato se deshizo de sus
ropas nuevas y abrigadas y se puso los harapos de aquel mendigo. Sin pensarlo
dos veces le dio también parte de las provisiones que llevaba.
Cruzando las puertas de la ciudad, una mujer con
dos niños tan sucios como ella, le suplicó: “¡Mis niños tienen hambre y yo no
tengo trabajo!” Sin pensarlo dos veces, el joven le dio su anillo y su cadena de
oro, junto con el resto de sus provisiones. Entonces, en forma titubeante,
llegó al castillo vestido con harapos y sin provisiones para su regreso. Un
asistente del Rey lo llevó a un grande y lujoso salón donde estaba el rey. Cuál
no sería su sorpresa cuando alzó los ojos y miro al Rey. Sorpréndido dijo:
“¡Usted... usted! ¡Usted era aquel mendigo que estaba a la vera del camino!” En
ese instante entró una criada y dos niños trayéndole agua, para que se lavara y
saciara su sed. Su sorpresa fue también mayúscula: “¡Ustedes también! ¡Ustedes
estaban en la puerta de la ciudad!” El Rey sonriendo le dijo: “Sí, yo era ese
mendigo, y mi criada y sus niños también estuvieron allí”.
El joven tartamudeó: “Pe... pe... pero... ¡usted es
el Rey! ¿Por qué me hizo eso?” El monarca contestó: “Porque necesitaba
descubrir si tus intenciones eran auténticas frente a tu amor a Dios y a tu
prójimo. Sabía que si me acercaba a ti como Rey, podrías fingir y no sabría
realmente lo que hay en tu corazón. Como mendigo, no sólo descubrí que de
verdad amas a Dios y a tu prójimo, sino que eres el único en haber pasado la prueba.
¡Tú serás mi heredero! -sentenció el Rey- ¡Tú heredaras mi reino!”.
Tambien Jesús, como el Rey de esta historia declara
en el Evangelio que de los pobres en el espíritu será el Reino de los cielos. Ojalá
que este hermoso relato nos haga reflexionar sobre nuestra forma de
relacionarnos con nuestros bienes materiales y la capacidad de ser auténticamente
generosos. En este sentido, el Papa Benedicto XVI en la Cuaresma pasada; nos
invitaba a “descubrir de nuevo la misericordia de Dios para que también
nosotros lleguemos a ser más misericordiosos con nuestros hermanos”. De este
modo, el Santo Padre nos llamó a vivir la generosidad; a la medida del amor de
Cristo, que se dio generosamente por nosotros y espera que hagamos lo mismo con
los demás.
Pbro. José Francisco Álvarez Évora
Párroco de Choroní
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